Malditos, pero no sin esperanza

Una mirada a la condición humana y la obra redentora de Cristo.
Edward Andrés Díaz Reina
Desde los albores de la humanidad, la relación con Dios ha estado marcada por una verdad ineludible: el hombre, en su naturaleza caída, no puede cumplir la ley de su Creador. Esta incapacidad no solo lo condena, sino que lo mantiene alejado de la comunión con el Dios Santo. Sin embargo, en medio de esa realidad sombría, resplandece la esperanza gloriosa del Evangelio.
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)” (Gálatas 3:13).
He aquí la esperanza de los creyentes.
Toda la humanidad ha sido maldita por Dios por una razón clara: nadie puede cumplir perfectamente la ley divina. Y está escrito: “Maldito todo el que no confirmare las palabras de esta ley para hacerlas” (Deuteronomio 27:26).
¿En qué consiste dicha maldición? Deuteronomio 28 nos presenta una larga lista de maldiciones que caen sobre quienes no obedecen la ley del Creador. Todas ellas se resumen en una sola realidad: estar alejados de Dios.
A causa del pecado, los hombres no pueden cumplir la ley, ya que esta exige santidad para ser obedecida. El pecado los aleja del Dios que es Santo, Santo, Santo. La santidad de Dios le impide tener relación, cercanía o comunión con el pecado.
La condición pecadora de la humanidad la mantiene alejada de Dios, condenada a sufrir los embates de su ira (Romanos 3:23). Esta es la maldición que pesa sobre todos, de la cual las obras no pueden liberarnos, porque están manchadas por el pecado y resultan abominables ante Dios (Isaías 64:6).
Solo Cristo, con su vida santa y su muerte expiatoria, pudo liberar a los creyentes de la maldición de la ley y reconciliarlos con el Creador (2 Corintios 5:18–20). Él sufrió la ira y la maldición que la Iglesia —la comunidad de los redimidos— merecía, para que pudiera gozar de la bendición de Dios por toda la eternidad.
Esa bendición no es otra cosa que la cercanía, el cuidado y la protección de Dios como Padre amoroso por los siglos de los siglos. Amén.
Que el Señor Dios Todopoderoso te conceda la fe salvadora, para que puedas disfrutar de su bendición por siempre.
Edward Andrés Díaz Reina
Comunicador Social y periodista
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