Pido la Palabra

Medea, Putifar y Lizcano

Ricardo Cadavid

Entre hombres y mujeres no debería haber telón ni abismos. Hombres y mujeres deberíamos trabajar conjuntamente para forjar una sociedad más igualitaria, más equitativa, más justa y menos violenta, lo cual pasa por revisar con cuidado nuestras acciones y opiniones, a veces ligeras.

El caso de Mauricio Lizcano, envuelto en un escándalo por las acusaciones sobre presunto acoso sexual que una “Mujer Anónima” refiere en un diario internacional, enrarece el ambiente y puede ir en contravía del esfuerzo y valor cívico de muchas mujeres que han sido víctimas de violencia sexual y se han atrevido a denunciarlo, pese a lo crítico de la revictimización y el dolor que ello genera. El tema de las denuncias anónimas, o sin pruebas, o sin mayor análisis, revive un temor masculino que ha sido retratado en la mitología y en historias milenarias.  En Medea, la famosa tragedia griega de Eurípides, Fedra acusa falsamente a su hijastro Hipólito de haber abusado de ella. Teseo, padre de Hipólito, encolerizado lo destierra, provocando su muerte. Fedra, sintiéndose culpable, se suicida; un arrepentimiento que, como suele pasar con las denuncias falsas, siempre es tardío o ya no resuelve nada y, a la mejor manera del cuento infantil de “Pedro y el Lobo”, amenaza, con generar una pérdida de credibilidad sobre importantes luchas feministas, en un país donde las víctimas de violencia sexual se cuentan por millares.

Es también conocido el relato del Génesis sobre el patriarca José, acusado por la esposa de Potifar, de intentar violarla; o las triadas pasionales y trágicas en relatos de Apolodoro de Atenas, Plutarco y Homero.

Uno se pregunta si esta larga tradición mitológica corresponde a una muestra del patriarcado heteromilenario abusivo y opresor contra la mujer, víctima de vivir inmersa en una historia opresiva  narrada por hombres machistas y abusivos que deben ser cancelados, borrados del mapa; o también podríamos preguntarnos si el mito encierra otros rasgos de la condición humana en los que se reconoce que algunas mujeres pueden mentir, ser capaces de maldad y de venganza, de agresión y de tenebrosos linchamientos sociales.

No existe una revolución social más importante, en los últimos tiempos, que el feminismo, que nos ha llevado a reflexionar sobre nuestro rol como hombres inmersos en una cultura sexualizada y violenta, pero hay discursos que deshumanizan al varón, retratándolo como una piltrafa nefasta y perversa cuya única solución final es borrarlo de la faz de la tierra, por reptiliano, violento, lomo plateado y heteropatriarcal. En esta caricatura hay heroína y villano, un villano poderoso, con un falo que parece una varita mágica que asegura el poder, lo cual es una falacia, pues tener pene no te hace inmune a la pobreza, al dolor, a la violencia, a la tristeza, a la angustia y la desesperanza, ni te da acceso a las tecnologías de poder, un tema reservado (entre otras cosas) a la clase social, antes que al género. Hombres y mujeres arrastran sus dolores y viven con miedo y angustia.

Algunas posiciones de género son valientes y bien intencionadas,  pero  terminan instalando una visión victimista de la mujer, al extremo infantilizada, limitada en exceso a chicas heterosexuales, de clase media, caucásicas, y universitarias, una visión que, al entender de grandes feministas como Paul Beatriz Preciado, excluye a  las mujeres trans, algunas molidas a patadas por sus propios amantes, o las mujeres indígenas y campesinas abusadas por sus propios hermanos, a las mujeres afro y a las que vieven en extrema condición de pobreza y vulnerabilidad, que no aparecen en las historias de Instagram, ni en podcasts, ni en las redes sociales, y sólo son un dato estadístico útil para justificar consignas ideológicas.

Ambos, mujeres y hombres, habitamos esta sociedad del miedo, cada vez más efímera, gaseosa y turbulenta; ambos debemos forjar los puentes para salir del enorme y oscuro agujero violento que amenaza con consumirnos.